Cincuenta años del asesinato de Martin Luther King

El reverendo Martin Luther King Jr., al morir el 4 de abril de 1968, se había convertido en un hombre mucho más peligroso del que dio su histórico discurso Tengo un sueño, en 1963: se había atrevido a cuestionar los fundamentos del sistema político y económico del país y llamó a una revolución moral contra los trillizos gigantescos del racismo, el materialismo extremo y el militarismo.

En su último año de vida, King Jr. declaró que el movimiento de derechos civiles que había encabezado necesitaba transformarse en un movimiento de derechos humanos y condenó no sólo la violencia y explotación dentro del país, sino también la política imperial. Se proclamó contra la guerra en Vietnam y la explotación del tercer mundo, afirmando que, como campeón de la no violencia –expresada en el histórico (y casi nunca citado por las élites) discurso en la iglesia Riverside, de Nueva York, que ofreció justo un año antes de su asesinato–, sabía que nunca más podría elevar mi voz contra la violencia de los oprimidos en los guetos sin antes haber hablado claramente sobre el más grande proveedor de la violencia en el mundo actual: mi propio gobierno.

Fue repudiado no sólo por opositores, sino por muchos de sus colegas que le aconsejaban no salirse del guion de los derechos civiles, y enfrentó la reprobación de la opinión pública, con dos tercios expresando desacuerdo con sus nuevas posiciones y una mayoría de los afroestadunidenses. Medios que lo habían elogiado, como el New York Times, el Washington Post o la revista Time, criticaron su nueva posición. La Oficina Federal de Investigaciones (FBI), que lo había espiado por considerarlo un peligro para la nación, ahora buscaba cómo destruirlo políticamente por órdenes personales de su director, J. Edgar Hoover. El presidente Lyndon Johnson jamás lo perdonó. A la vez, se intensificaron las amenazas de muerte ya comunes durante muchos años y varios políticos y hasta colegas de lucha que lo habían elogiado cuando su mensaje se había limitado sólo al tema del racismo lo abandonaron.

Él había anunciado una nueva Campaña de los Pobres (Poor people’s campaign) enfocada en la desigualdad económica y la explotación de los trabajadores. Viajó a Memphis, Tenesí, para brindar su apoyo a una huelga de trabajadores municipales de limpieza, y mientras se preparaba para ir a cenar, al salir al balcón del motel Lorraine una bala segó su vida.

La noticia sacudió al país, y estallaron furiosos disturbios en decenas de ciudades alrededor del país, y en la capital –donde había ofrecido un discurso cinco días antes– se contaron más de 800 incendios y 13 muertes en los cuatro días de explosiones de ira.

Su imagen oficial post mortem fue cuidadosamente maquillada para que se quedara en 1963, con el sueño de igualdad racial, y hasta la fecha, en todo festejo oficial en escuelas o en los pasillos del poder en Washington, está congelado ahí, y casi nunca hay referencia al King del último año, uno que convocaba una transformación radical de su país.

Lo amaban como un mártir después de que fue asesinado, pero lo rechazaron como manifestante cuando estaba vivo, comentó recientemente a The Guardian Jesse Jackson, quien estaba con él ese día trágico.

Su último discurso –en un acto en Memphis donde no estaba programado– pareció pronosticar su muerte, declarando que Dios me permitió subir la montaña. Y vi al otro lado, y he visto la tierra prometida. Yo podría no llegar ahí con ustedes, pero quiero que sepan esta noche que nosotros, como un pueblo, llegaremos a la tierra prometida.

Los ecos de sus mensajes, entregados con esa inconfundible voz sonora, retumban por este país medio siglo después. Sus críticas y condenas al sistema estadunidense al enlazar el tema del racismo con el de la injusticia económica y el militarismo se podrían aplicar a la coyuntura actual. A la vez, sus ecos están en las movilizaciones por un salario digno en estos momentos expresado por decenas de miles de maestros de educación pública en West Virginia, Kentucky, Oklahoma y Arizona; están en el nuevo movimiento estudiantil contra la violencia de las armas, donde en la masiva Marcha por nuestras vidas, hace unos días, apareció entre los cientos de miles de jóvenes Yolanda Renee, de nueve años de edad, nieta de King; está en el movimiento de Black Lives Matter, y también con el de los jóvenes inmigrantes dreamers, está en luchas en los campos y en los centros urbanos.

Esta primavera, King estará presente en el renacimiento de su último proyecto, La campaña de los pobres: un llamado nacional por la renovación moral, convocada por el reverendo William Barber (quien algunos consideran potencialmente como un nuevo King) organizado desde abajo con la idea de detonar seis semanas de desobediencia civil no violenta con el objetivo de salvar el alma de Estados Unidos[https://poorpeoplescampaign.org].

Barber, como también Jesse Jackson y el representante John Lewis, entre otros veteranos del movimiento encabezado por King, estará en Memphis junto con otros en una serie de actos ahí, como otros en Atlanta donde está el monumento y centro de King (dirigido por su hija, Bernice King), para marcar los 50 años de su muerte –y habrá todo tipo de eventos en todo el país para conmemorar al gran líder moral. Pero la disputa sigue sobre a cuál King se recuerda, si sólo el del mensaje de amor y reconciliación, festejado por políticos, iglesias, empresarios y funcionarios, o el hombre de las palabras peligrosas que permanecen más vigentes que nunca en este país.

Cuando nuestros días se vuelven grises con las nubes bajas de la desesperanza, y cuando nuestra noches se vuelven más oscuras que mil medianoches, recordemos que hay una fuerza creativa en este universo trabajando para bajar las gigantescas montañas del mal, un poder que es capaz de hacer un camino donde no existe camino y transformar los ayeres oscuros en brillantes mañanas. Que nos demos cuenta de que el arco del universo moral es largo, pero que se inclina hacia la justicia, declaró Martin Luther King Jr. en 1967 al animar a sus seguidores a confrontar la injusticia fundamental del sistema estadunidense.

Fuente: La Jornada

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